martes, 16 de diciembre de 2008

IDIOTA INÚTIL

Los que han sido militantes de “El Partido”, saben que una norma ética que si se trasgredía podía acarrear el ser tildado con el peligroso calificativo de “desviacionista pequeño burgués”, era, si uno no era obrero, la de no criticar a un camarada o dirigente perteneciente a la clase obrera, representante del alma colectiva de la clase protagonista de la historia, nada más y nada menos. Podía ser más torpe que mandado a hacer de encargo, o más malo que Caín, pero el ser obrero le eximía de cualquier crítica.  Ese puritanismo ético tan característico de la izquierda europea, se prolonga hoy en el hecho de que cualquier indocumentado cultural que se proclame antiimperialista, aunque viva a costa del imperio yanqui, se declare socialista, aunque anide bajo su ala golondrinos de corrupción, susurre ser amante adulterino de la libertad y de su pueblo, aunque cercene las libertades fundamentales, y a mayor abundamiento sea indio, negro o amarillo, tiene que ser respetado, aupado y vitoreado, por el orfeón de los papanatas de la gauche divine europea y mundial. Son muchos los complejos que se esconden detrás de ese telón de fondo. Parece como si el ser blanco conllevara un pecado original, arrastrara una condena prometeica que hay que purgar ad eternum, un estigma deshonroso. Por el contrario, el ser indio, negro o amarillo es un certificado de buena conducta ideológica, como ya lo intuyera Carlos Rangel en Del buen salvaje al buen revolucionario. Yo no cuento entre mis posible complejos con ninguno de tipo racial, ni por ser blanco, ni por no ser negro, y además soy un iconoclasta convicto y confeso. Todo esto es para decir que a mí el señor Evo Morales hace tiempo que me está pareciendo un tipo bastante tonto (falto o escaso de entendimiento o razón: DRAE). Si el prestarse silente y complaciente a ser el bufón favorito de la corte del rey Hugo no fuera suficiente par catalogarlo generosamente en la sección de tontos útiles, sus declaraciones de ayer lo ratifican con honores. Evo Morales, presidente de un país pobre, el segundo más pobre de América, importador neto de petróleo, se muestra “preocupado por la actual baja del precio del crudo.” ¿No se alegra como todos los ciudadanos de países importadores de petróleo, de que la factura petrolera se reduzca, baje su inflación doméstica y tengan más recursos para comprar alimentos u otros bienes? Pues no. La razón puede ser que Bolivia también es un país importador de cheques venezolanos, probablemente por un monto mayor que el de la factura petrolera, y que al disminuir tan drásticamente el precio del petróleo, tales cheques pueden escasear más en Bolivia que el azúcar en Venezuela. Entonces, dirán, el tipo no tiene ni un pelo de tonto. Pues sí, porque los políticos tienen que manejar la inteligencia como la mujer del César la honradez: no basta con tenerla, sino que hay que aparentarla. Triste papel, sin embargo, el de uno de los tres mosqueteros de opera bufa del D’Artagnan de Sabaneta, que, trasnochados, se reúnen al alba.  Pero por si quedaba alguna duda al respecto, remata sus declaraciones  con la siguiente perla: “El hundimiento del precio del petróleo es una maniobra del imperio para perjudicar a Chávez.” Una pirueta que le hace abandonar de golpe y porrazo el terreno de la tontería para darse de bruces con el de la idiocia (trastorno caracterizado por una deficiencia muy profunda de las facultades mentales, congénita o adquirida en las primeras edades de la vida: DRAE) Es decir, el señor Evo Morales no es un tonto útil, es idiota, y lo que es peor, un idiota inútil.

CHÁVEZ BONAPARTISTA II

El 18 Brumario del año VIII de la Revolución, 9 de noviembre de 1799 en el calendario gregoriano, Napoleón Bonaparte, apoyado por el pueblo, el ejército y algún ideólogo revolucionario, da un golpe de Estado secuestrando la Asamblea Nacional y utilizando una jugarreta se hace nombrar cónsul, como primero en turno de un triunvirato rotatorio que nunca se turnaría y que acabaría años más tarde con su autoproclamación como Emperador. Telegráficamente, ése es el esquema del que se ha considerado desde entonces el coup d'État  por excelencia. Un nuevo episodio de cesarismo, que una conveniente reforma constitucional daría a su omnímodo poder personal el adecuado ropaje parlamentario, para la tranquilidad de los bienpensantes revolucionarios burgueses. 
El 2 de diciembre de 1851. Luis Bonaparte da un golpe de Estado, o un coup de main, un golpe de mano, como algunos prefirieron llamar, para zanjar la revolución de los miserables. Nuevamente aparece el cesarismo con ropaje parlamentario y, en enero de 1852, Carlos Marx empieza a publicar en la revista Die Revolution, nada menos que en Nueva York, una serie de artículos que bajo el título de El 18 Brumario de Luis Bonaparte, constituirían más adelante un libro, tal vez uno de los fundamentales, de filosofía política del siglo XIX, el XX y, por lo visto hasta ahora, del XXI. 
El libro empieza así: “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa.” Y sigue con este diagnóstico revelador: “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su exilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal.”
Sin embargo, un gobierno que se eleva por encima de la nación no está suspendido en el aire. El verdadero eje de ese gobierno  pasa por la policía, la burocracia y la camarilla militar. Nos enfrentamos a una dictadura militar-policial apenas disimulada tras el decorado del parlamentarismo. Un gobierno del sable como juez-árbitro de la nación: precisamente eso se llama bonapartismo.
Más de uno ya se estará removiendo en la silla a punto de espetarme que Marx se refería al bonapartismo como una forma defensiva de la burguesía, de carácter cesarista-parlamentaria, ante el empuje revolucionario, o, más precisamente, para reconvertir esa energía revolucionaria. Una etapa previa, o un ramal no sangriento del fascismo. Así lo entendió con claridad Trotsky, pero no el reduccionismo simplista, maniqueo y generalizador del estalinismo, que metió en el saco del fascismo hasta a los socialistas de izquierdas a los que llamaban "social-fascistas". 
En este punto, no tengo más remedio que acudir a mi otro yo lingüista, para explicar ciertos procesos psico-lingüísticos.  Alex Grijelmo en su magnífico y didáctico libro El genio del idioma, explica brillantemente cómo el cerebro funciona en gran medida analógicamente y el genio del idioma hace que ese proceso analógico fecunde palabras por analogía fonética o semántica. Cuando se da esa cercanía semántica estamos ante el tropo de la metonimia, según el cual se designa una cosa o idea con el nombre de otra, sirviéndose de alguna relación semántica existente entre ambas. Una forma de metonimia, es la sinécdoque, según la cual usamos una parte para designar el todo. 
Así es que la historia develada nos proyecta imágenes del fascismo en las que se mezclan los brazos en alto, los campos de concentración, las purgas, los uniformes nazis, las camisas negras, las camisas rojas,  las noches de los cuchillos largos, los gulag, las persecuciones ideológicas, la intolerancia, la violencia, las cárceles, las cárceles, las cárceles. Ya el fascismo, fuera de la historia de las ideas, en el lenguaje popular, el del pueblo, soberano hasta para crear lengua, rasa derechas e izquierdas para, en una sinécdoque elemental, verse representado por una bota y una reja. Ya el fascismo, en una metonimia de libro, suena a parlamentarismo de pacotilla, ya el fascismo suena a muerte y sólo a muerte, porque la patria y el socialismo son libertad y vida y la muerte sólo es muerte. Ya el social-fascismo de los estalinistas  es cada vez más el social-fascismo estalinista, el de los foquistas de los 60, que, en un ejercicio de coherencia máxima, reconvierten su foquismo en el aplauso de las focas. 
América Latina es patria feraz de cesarismos, líderes carismáticos, mesías redentores, generalmente generales, o cabitos, sargentos o comandantes con ínfulas de generales.
Pero lo que denunciaba Marx en el bonapartismo del XIX,  podemos verlo en la dictablanda  bonapartista del socialismo del siglo XXI: cesarismo militarista, desmedido deseo de poder personal, disfraz de parlamentarismo sumiso, lenguaje revolucionario con sabor decimonónico.
El bonapartismo es una representación que se basa en “ropajes” de épocas anteriores o en apelaciones simuladas y genéricas a una herencia nacional siempre caprichosa. Además, significa un llamado a interrumpir las apelaciones al antiguo panteón nacional para justificar los hechos del presente, esto es, quebrar la fantasía de una historia cíclica.
En el primer capítulo del libro de Marx leemos: “La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tararea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido. Allí, la frase desbordaba el contenido; aquí, el contenido desborda la frase.”
Parece que “el socialismo del siglo XXI” no sólo no conoce a Marx, sino que no conforme con resucitar permanentemente el cadáver del Libertador, en un ejercicio siniestro de necrofilia pedagógica, le endilga una inexistente ideología que complementa, como ya hiciera Cronwell en la Inglaterra del siglo XVII, con una mística inspiración en el Antiguo Testamento. La diferencia es que los “puritanos” de Cronwell acabaron con los corruptos cortándoles la cabeza y el autopostulado a Presidente sine die los coloca a la cabeza de ministerios y empresas estatales. Si Cronwell se hizo proclamar Lord Protector de la Common Wealth (Bienestar Común), que así se llamó su república, no es de extrañar que nuestro personaje se haga proclamar Comandante Eterno de la Patria Bonita. 
Al menos suena igual de cursi, de utópico y de irónico.
La “revolución socialista del siglo XXI”,  se quiere valer de un 18 Brumario, apelando al viejo y manido truco de la enmienda constitucional, para fortalecer y confirmar su bonapartismo de rancio sabor caribeño. ¿O será que el bonapartico petrolero vive en un permanente 18 Brumario desde 1992?