viernes, 6 de noviembre de 2009

CONJURADO EL MALIGNO


Decían de mi admirado André Malraux que vivía para su biografía. Todos lo hacemos, unos más conscientes que otros, pero pocos se atreven a escribirla. Y yo he empezado a cogerle gusto a esto de escribir de mí mismo, aunque una cirugía no pueda compararse con la Guerra Civil española, ni con la Larga Marcha contra el Kuomintang en China. Un síntoma inequívoco de este comecome del gusanillo autobiográfico, es que lo primero que pensé al salir del quirófano fue en cómo contar aquella experiencia en mi blog. Hoy, trascurrida ya una semana, puedo decir con un tono moderadamente triunfante, que he vencido al maligno. Mi conjuro dio resultado. El cáncer tiene que esperar. Desde muy joven adquirí el hábito de coquetear con la Parca, en quirófanos, accidentes, mazmorras, secuestros, tiroteos, etc. De ahí me viene mi afición al coqueteo y mi certeza de que el día que la Parca venga a mí, y no yo a ella, me encontrará como a un viejo amigo, ligero de equipaje y con una sonrisa cómplice. Desde el punto de vista clínico en esta historia hay algo curioso y es que a pesar de todos los avances tecnológicos de diagnosis: ecografía, cistoscopia, tomografía computarizada, etc., los médicos siguen equivocándose y los cirujanos al abrir, o al entrar en este caso, se encuentran con una realidad distinta a la prevista. Fehacientemente diagnosticado de un tumor enorme en la vejiga, resulta que mi vejiga estaba casi sana y lo que parecía un tumor, achampiñonado, colosal y malicioso, si no maligno, no era otra cosa sino la próstata desmesuradamente recrecida que oprimía, aplastaba a la vejiga, la tenía atemorizada y amenazaba con seguir abriéndose paso por donde hubiese podido. De no haberle puesto coto a tanta desmesura, seguramente habría buscado una salida por cualquier citopigio de mi cuerpo y me habría podido convertir en un monstruo, el hombre próstata, algo así como el hombre rinoceronte de Ionesco, o el hombre elefante de la magnífica película de David Lynch. Y no es exageración alguna, pues 80 gramos es una cantidad muy grande para una próstata, retoñada más aún, y si hubiera sido una trufa blanca, al precio que están, me habría podido pagar unas vacaciones posoperatorias. Me consuela saber que tampoco es el alma, que, al parecer, pesa sólo 21 gramos, pues la alegría de saber que el alma se encuentra en la próstata no me habría compensado del dolor de ser un desalmado para siempre. Pero aquí no termina lo curioso del caso, puesto que a mí ya me habían reseccionado la próstata hace 11 años, y, según se ha visto, mal, tan mal que, cual fiera herida, enfurecida, se había dedicado a crecer, que es la forma de gritar su agonía de la próstata. Cuando yo tenía 30 años tuve mi primera prostatitis, que, a pesar de sonar a “mi primera comunión”, o, a “mi primera experiencia sexual”, fue bastante desagradable. Recuerdo que el urólogo en Madrid, me parece que era chileno, me dijo que eso me iba a traer problemas en el futuro, y la verdad es que fue todo un oráculo, aunque cuando le pregunté que a qué podía deberse una prostatitis tan prematura me contestó que la medicina no tenía muy claro si eso se debía a “follar mucho o a follar poco”. Me quedé con la duda existencial de si incrementar mi actividad sexual y convertirme en un sátiro, o reducirla a frecuencias monacales, o pensar que el chileno no tenía ni idea de lo que estaba diciendo. Sensatamente opté por esto último. No quiero finalizar sin dejar de agradecer el cariño y profesionalidad con que el Dr. Nelson Díaz-Lairet ha tratado tan delicada faceta de mi personalidad, y a mi amigo Michel Otayek y a su hijo, mi sobrino Daniel, propietarios del Centro Médico de Carrizal, que me han dado un trato VIP en su magnífica clínica. Y en cuanto al personal, no puedo dejar de contar algo que me impactó profundamente, casi a las puertas del quirófano, o del último viaje. Ya me habían anunciado que de un momento a otro llegaba la camilla para llevarme al quirófano, cuando una bella enfermera, del color del cacao recién secado al sol, me pidió que la acompañara al baño. Cerró la puerta, se arrodilló frente a mí y despacio me bajó los calzoncillos. Yo pensé por un momento que mi amigo Michel me ofrecía una agradable sorpresa incluida en el trato VIP, aunque inmediatamente se me cruzó la idea siniestra de que tal vez las enfermeras habían oído algún comentario sobre mi estado terminal y aquella criatura se disponía a darme un homenaje de despedida de forma absolutamente espontánea. Casi simultáneamente me entró el pánico del macho: “¿Estaré a la altura?” La verdad es que con Carlota al otro lado de la puerta y con el camillero a punto de llegar, la perspectiva, no ya de no clavar el pendón, sino ni siquiera de poder enarbolarlo, me atenazó. Muy despacio se puso los guantes, pensé: “¡Qué profesional!”. “Siempre es mejor que se los ponga ella y no que me lo ponga a mí." Me mordí los labios, mientras ella sacaba una gillette y me rasuraba el pubis. Sentí una indescriptible mezcla de frustración y alivio. Al entrar en el quirófano la tensión se me había disparado y todos lo achacaron al natural canguelo, término éste absolutamente técnico como todo el mundo sabe, pero no se podían imaginar que la causa real era otra, ese instante vivido frente a una mujer que, como caballero que soy, quedará para siempre en el anonimato; ese secreto nos lo llevaremos a la tumba, Eylin, yo y todos mis lectores.