Los romanos sí que saben |
No se asusten, no pretendo en esta nueva andadura
reconvertir este blog en un blog de viajes. Si bien es un género que desde
Pausanias en la antigua Grecia ha tenido siempre una gran aceptación, la
crónica de viajes nunca me ha llamado, pues nunca he sido un viajero de oficio,
sino un viajero instrumental. Pero como acabo de estar de vacaciones
viajeras, las primeras en dos años, y es lo que tengo más a mano y me apetece más comentar, voy a ampliar los 140
caracteres con los que ya referí mis andanzas en su momento.
Hacía
muchos años que no estaba en Roma y la he encontrado como siempre, como una
bella amante hierática pero complaciente. Pero esta vez con un sarpullido
molesto: miles de turistas codeándose con miles de romanos en apuradas carreras
prenavideñas. Hasta el ministro venezolano responsable máximo de la riqueza de
su país, el petróleo, el Sr. Ramírez, seguro de pasar inadvertido, se confundía
con su familia entre los turistas que disfrutaban de un benigno invierno
romano. En dos días, aprecié pocos cambios en la ciudad. La estación
Termini, cerca de donde me alojé, lugar estratégico de Roma para una estancia
de estas características, está renovada y con un gran lujo en comercios y
facilidades de transporte. A la entrada a la derecha hay una cafetería, V y TA,
con desayunos impecables. No conocía el Metro, aunque con sólo dos líneas
y cerrando a las 9 de la noche, hace que el caminar y el autobús, mal
señalizado, sigan siendo imprescindibles. Compré un Roma Pass para
abaratar mis viajes en Metro, pero, jugarretas de Murphy, se declaró una huelga
de transporte que me obligó a moverme en el autobús del City Tour y en taxi.
Aparte de eso, los eternos trabajos de recuperación de la memoria
arquitectónica imperial en el Foro Romano, el Foro Trajano y el nuevo y gigantesco
circo. Ojalá la crisis no paralice estos trabajos. En dos días repetí pasos ya
dados y di otros nuevos. Pateé el Palatino y el Foro Romano, subí por primera
vez los 146 escalones y el ascensor del Monumento de Vittorio Emanuele, il pasticcio, o the wedding pie, para ver Roma desde las alturas;
admiré de nuevo el Palazzo Venezia y recreé en mi imaginación la escena del
payaso de Mussolini en el balcón, estrenando uniforme confeccionado para la
ocasión, anunciando la conquista de la “poderosa” Etiopía, tres días antes,
diciendo: “Da oggi l’ Italia a
il suo Impero”. Recordé mi
primera luna de miel a pocos pasos de allí. Recorrí un par de veces la Via del
Corso y la Via Condotti, tomando el obligado café en el Café Greco, viendo sus
tiendas de lujo y sintiéndome decepcionado por Gucci después de tantos años. Me
senté en la escalinata de la Piazza di Spagna, frente a la Embajada de España
ante el Vaticano y su histórico y jocoso cañón; me fotografié en la Fontana di
Trevi, repleta de turistas y de improvisados y tramposos fotógrafos de Sri
Lanka. ¿Qué coño pintan en Roma tantos cingaleses, paquistaníes y otras hierbas
haciendo malabares? Me tomé un vino en una terraza de la Piazza Navona
irreconocible y casi intransitable por los puestos navideños. Intenté revivir,
sin éxito, los recuerdos de la alegría de la antigua movida en Campo de Fiori.
Transité una muerta Via Venetto, decididamente una calle primaveral o
veraniega. Noblesse oblige,
no tuve más remedio que acompañar en la visita a San Pedro, que siempre me ha
parecido una obscena demostración del poder de la Iglesia que me produce
desasosiego y arcadas, no precisamente góticas. Un recinto de un barroco cursi,
sobrecargado y relamido, repleto de curitas, monjitas y otras hierbas, y
japoneses, deleitándose delante de los pomposos sarcófagos de delincuentes
históricos como Alejandro VI, el papa Borgia asesino e incestuoso. Visité una
vez más el museo vaticano, en el que ahora hay kioscos de souvenirs cada 50
metros, sólo por el placer de descansar escudriñando los detalles de la Capilla
Sixtina. Me emocioné delante de la imponencia del castillo de
Sant’Angelo, cruzando el Tiber por su puente viejo y callejeando por el
Trastevere para comer en una taberna una buena pasta regada con Barolo y rematada
con una grappa abundante y divina, lo único divino que circunda el Vaticano.
Me
encantó reencontrarme con una Roma a la que hay que seguir mirando hacia arriba
para embelesarse con su grandeza monumental, porque si miras frente a ti, sólo
ves japoneses, rusos e italianos circunspectos que saben o intuyen lo que se
les viene encima. Mujeres bellas y elegantes emparejadas con hombres con
pantalones de pescador y pelo de Tintín. Claro, Roma no es Milán. ¿Se
puede mirar hacia abajo? Sí, en la mesa, y deleitarse.