¡Qué
le voy a hacer si yo... nací en el Mediterráneo...! Sí, y a poca distancia de donde nació Serrat, casi
al mismo tiempo. Tal vez por eso esa sea mi canción favorita y por lo que cada vez
que voy a Barcelona siento que mi ciclo vital debería cerrase donde empezó,
como un círculo virtuoso. Barcelona me espera. Por eso no puedo ser objetivo,
ni lo pretendo. Barcelona se convirtió a principìos del siglo XX en una ciudadpreciosa y hoy es una ciudad espectacular. La ciudad gótica, la de la Ribera,
la Catedral, la de Santa María del Mar, la del Consell del Cent, del Borne, dela Boquería, la Rambla; la ciudad burguesa del Ensanche, del Passeig de Gràcia,
de la Diagonal, la ciudad industrial que se proyectó al futuro, a la ciudad de
servicios, con los Juegos Olímpicos del 1992, abriéndose definitivamente al
mar; la ciudad del arte, del modernismo, de Gaudí, la ciudad del puerto, de la
Barceloneta, de su oferta gastronómica, de sus champanerías, de la sombra de
Ferrán Adriá, del Liceu y el Palau de la Música, la Barcelona de Tàpies, de
Picasso y de Miró. Barcelona tiene algo de Milán, de Roma, de Bologna, de
Ferrara y hasta de París, con la mejor gastronomía del mundo... y frente al
mar.
Estuvimos cuatro intensos días
en Barcelona acompañando a Noela en una especie de journey iniciático, que quería mostrar, emocionada y
nostálgicamente, a su hija Clara algunos escenarios de una época de su
juventud. La experiencia valio la pena. Para todos. Entre miles de japoneses, rusos, alemanes e
italianos, disfrutamos de un clima casi primaveral, que nos permitió recorrer
interminablemente los sitios más emblemáticos, algunos, incluso, por primera
vez, como la basílica de Santa María del Mar, azuzado, lo reconozco, por la
lectura de la bonita novela de Ildefonso Falcones, La catedral del mar. Me impresionó su belleza austera, su espigada
espiritualidad, en contraste con la rechonchez plutocrática del San Pedro
romano que acababa de revisitar. Avisado
por mi amigo Daniele, el chef venezolano, nos instalamos todas las mañanas en el
bar Pinotxo, de la Boquería, a desayunar con tenedor y cuchara... y cava. Joan, su emblemático propietario, que me
dedicó cariñosamente su libro de recetas, nos hacía iniciar el día a base de
tortilla de espinacas, pulpitos con alubias, garbanzos guisados, gamba roja,
etc. Descubrí en la Barceloneta un restaurante absolutamente recomendable, el
Port Vell, con una cocina honesta y abundante y un rape suculento. Los pinchos
del Txapela en el Paseo de Gracia, son otro imperdible. Lástima que no tuve
tiempo, las reservaciones son de semanas, de ir al nuevo templo de los pinchos,
el Ticket, de Ferrán Adriá, en Poble Sec. Pero sí me tropecé con Ferrán en la
Rambla una tarde, lo abordé, lo saludé, charlamos un momento y me faltó la
rapidez, o la costumbre, de sacar el teléfono para fotografiarme con él. Tuve
mi experiencia mística en el Nou Camp, cuyo Museo todavía no conocía y se me puso la carne de
gallina saliendo al campo por el túnel de vestuarios, mientras sonaba el himno
del Barça. Me volví a asombrar del genio de Gaudí en el Parque Güell y en la
Pedrera. Husmeamos y compramos en el
mercadillo de antigüedades de la Plaza de la Catedral y caminamos una y otra
vez, incansablemente, por las callejas del barrio gótico, Porta Ferrissa abajo
y arriba, a izquierda y a derecha, deteniéndonos, de pronto, para oír a unos
improvisados tenores. No se podía hacer más en cuatro días. Cenamos en el Puerto Olímpico con algunos queridos primos
hermanos a los que no veía desde hacía décadas, muchas. Faltaron algunos, uno, César,
murió la semana pasada. Quedamos en volver a vernos en junio. Barcelona m’ espera. Tornarem
aviat.