miércoles, 8 de abril de 2009

PARÁBOLA DE LA SEMANA SANTA

Siendo la parábola la figura retórica preferida por la antigua literatura hebrea, para muestra vale el botón bíblico, en la Semana Santa hay que estar a la que salta, pues es época en la que se prodigan los símbolos, señales y similares que pueden constituir parábolas para la grey cristiana y la que no lo es. Tal vez el símbolo más generalizado en estos días dedicados al amor fraterno, sea el del cese de hostilidades, tregua pactada para fundirse en un abrazo fraternal y redentor. El revitalizado vandalismo e instinto exterminador con el que la humanidad reanuda las hostilidades, una vez terminadas tan santas fechas, ha hecho, muy a su pesar, que esta breve paz con fecha de caducidad sea una señal inequívoca de la capacidad de hipocresía de nuestros congéneres. Por eso, en esta temporada en la que se lleva mucho el color morado, se hace turismo templario y playero, se castiga el cuerpo con crudas vigilias y abstinencias, mitigadas con langostas, bacalaos, meros, camarones, pulpos y otras porquerías por el estilo, es tremendamente refrescante leer una noticia ocurrida en Argentina, que, para mí, es la parábola esperada. Resulta, que el Padre Víctor Hugo Casas, (nombre predestinado a escribir páginas heroicas), en pleno oficio de la Santa Misa en Saturnino María Laspiur, en el centro del país, se dirigió a sus feligreses y les espetó: "Hay cuestiones del corazón que no las puedes parar. Cuando te enamoras y empiezas a proyectar más allá, pensando en una familia e hijos, es muy fuerte y creo que eso Dios lo quiere, porque ama la vida".

Acto seguido les explicó que estaba enamorado de una mujer y que para hacer su vida junto a ella abandonaba el sacerdocio, sus pompas y sus honras.

Se quitó casulla, estola, alba, etc., las depositó sobre el altar y si te he visto no me acuerdo.

La escena, irremediablemente, me recuerda a la de tantas películas policíacas, en las que el policía bueno tira sobre la mesa de su jefe su chapa y su pistola y se va. El Padre Víctor Hugo hizo más o menos lo mismo: tiró sobre el ara su chapa y su pistola simbólicas y se fue.

Cuentan de un caballero español de la rancia hidalguía provinciana, piadoso y beato hasta el sacrificio, que, como tantos padres, para realizar por mampuesto su gran frustración, se había marcado como meta en la vida que su hijo único abrazase el sacerdocio. Siguen contando, que llegado a los 16 años, ante las constantes urgencias paternas para que ingresase en el Seminario, el mozalbete se sentó a hablar de hombre a hombre con su padre y le dijo que todo lo que le pedía a Dios era ser igual a su padre. Éste, a punto de desvanecerse de la emoción y el orgullo, le preguntó que por qué y el hijo le contestó: “Yo también quiero tener un hijo cura, papá.” Algo similar pienso que debió ocurrírsele al Padre Víctor Hugo, aunque con más años y más mujer, eso sí. "No niego el celibato ni que haya personas que puedan vivir en él, pero también creo que la Iglesia debe crecer para que se pueda optar.”

Con estas palabras el Padre Víctor Hugo vino a decir lo mismo que el chico del cuento: “Lo del celibato está muy bien, pero yo me voy a dedicar a hacer crecer la Iglesia.” ¿Qué significa la parábola? Pues que en un momento en que la Iglesia Católica se ve acosada por escándalos de pederastia, de santos con hijos clandestinos, de amancebamientos intro y extra clericales, de orgías sexuales de prelados africanos, de un Papa más perdido que el hijo de Lindberg, un curita de pueblo da un ejemplo de honestidad. La moraleja podría ser que en cualquier institución, por corrompida que esté, la luz de un solo hombre honesto puede iluminar el camino de muchos. Predicar honestidad y coherencia con el ejemplo, nunca es predicar en el desierto.

Y la semana que viene… se acabó la tregua por mi parte.