martes, 16 de junio de 2009

SONRISAS DE MUJER

Hoy me toca a mí. Es decir, va de reflexión introspectiva. Ya habrá tiempo, de curas, sexo, fútbol, política y otros disparates. Hoy quiero preguntarme qué pasa con mi novela. Pienso que todos, o una gran mayoría, de los que siempre pensamos que la pluma era una bellísima herramienta que servía para muchas más cosas que simplemente firmar un cheque, y que el teclado de hoy, a la hora de escribir, sirve para las mismas cosas que la pluma, sólo que te ahorra la goma y el tachón, tenemos alguna novela en la cabeza, en el baúl o en la imprenta. O cuentos, o poemas, o guiones. Yo tengo una novela en el baúl, en este mismo disco duro. O una parte importante de ella. Cuando se escribe, aunque sea el examen escrito sobre la teoría de la transposición del sentido semántico en San Agustín, la ley de bronce de los salarios de Carlos Marx, o sobre la dualidad onda-partícula en la física cuántica, uno se vuelca inconscientemente y hay una parte de ese yo escondido tras la semántica, los salarios o las partículas. Si esto es cierto, y desde el momento que lo he dicho ya lo estoy dudando, se justificaría absolutamente que en la novela se trasvasara mucha vivencia personal. Vivencia diacrónica, a lo largo de tu propia biografía. En la poesía esa vivencia es más sincrónica, es como hablar de lo que sientes en ese momento. Claro, no es como piensan muchos: verter capítulos de tu propia vida, sino experiencias de ella. Por eso, mi novela “la novela” tenía, tiene, no ya un eje, sino un cigüeñal trasmisor compuesto de los elementos que me han conformado: amor, lucha, aventura, cultura. Pero necesitaba un crisol donde fundir esos materiales, una enzima que los estimulase y pensé que como Petrarca, con Laura, Dante con Beatriz, o Quevedo con Lisi, Flora, o Filis, tenía que enamorarme de mi personaje para sentir esa historia de amor. Tenía la trama: una línea de antepasados familares, con gobernador en Córcega, participación en la revuelta florentina y gobernador de Margarita. Perfecto: una novela con personajes que viven su novela en épocas distintas con el mismo hilo conductor. Escenarios: la Florencia manierista, la Margarita de la primera colonización, la Florencia de hoy, la Barcelona de siempre, la Venezuela desestructurada de hoy. Pero necesitaba ese hilo conductor, lo busqué y lo encontré: una mujer, mi amor por esa mujer. El amor de mi personaje por esa mujer. Lucrezia Pucci Panciatichi. Un retrato sublime de Il Bronzino. Pero tenía que enamorarme de ella para transmitir esa pasión a mi personaje y me puse manos a la obra. Ni más ni menos que Petrarca, Quevedo, o el propio Neruda, que también jugó con esos trucos. Yo sé que muchos hombres dirán al leer esto que soy un cínico, pero sin negarlo ni afirmarlo, lo sostendré a efectos argumentales: lo primero que me atrae de una mujer es su sonrisa. La sonrisa de La Gioconda, su enigma, que para mí es un simple enigma técnico, el del genio de Leonardo que manipula nuestra visión directa y la periférica con el trompe l’oeil de la boca de la Madonna Lisa, Lisa Gherardini. Más allá del virtuososmo técnico, esa sonrisa siempre me pareció forzada, ritual, educada: “Muy agradecida. ¿Y usted, ¿cómo está?”. Una sonrisa horizontal, aunque, según las malas lenguas, parece que a Leonardo le atrajo más la sonrisa vertical de la esposa del rico comerciante Giocondo. Cuando descubrí, hace años, el retrato de Lucrezia, lo retuve en mi memoria, luego en mi disco duro y por fin lo saqué para enamorarme de ella y hacerla la heroína, malgré elle, de mi novela. Empecé a investigar el lenguaje oculto de los pintores manieristas: la sonrisa, el ropaje, la postura de las manos, el libro en la mano, el punto destino de la mirada, los otros accesorios, etc. La sonrisa de Lucrezia, a diferencia de la de la Gioconda, es más cómplice, te dice más cosas, te insinúa otras. Todo el trabajo estriba en descifrar el código y darle un sentido, luchando al mismo tiempo con la tentación de que tu deseo te lleve a identificar señales de amor, de promesas de futuro, cuando, tal vez, sólo hay un espejo enfrente. Ésa lucha me animó durante años y fue el motor de decenas y decenas de páginas. Y de pronto: el motor se paró. Y la novela se detuvo. En el momento en que mi personaje estaba a punto de aventurarse en la sonrisa vertical de Lucrezia, yo me di cuenta de que su sonrisa también era horizontal, como la de la Monna Lisa. Los amores suelen acabarse con una revelación así. O similar. Y así estoy desde hace meses buscando una sonrisa que me haga seguir. Hace unos días descubrí, pura observación empírica, que el secreto de la sonrisa de la mujer, es que no puede ser horizontal, tiene que ser envolvente, circular. Los 17 músculos que mueve la sonrisa, incluye los oculares, y por alguna inexplicable razón, para mí al menos, y por ahora, se acompasan con la apertura y cierre del iris, convirtiendo la sonrisa en una especie de diafragma fotográfico: circular, envolvente, irisado. De esa forma, como en el diafragma fotográgico, una lámina más que se abre, un músculo más que se contrae, deja entar más luz y se convierte, no en una sonrisa más luminosa, o sí, sino en otra sonrisa, en otra expresión, en otro mensaje. Ya deja de ser la sonrisa forzada y educada de la Monna Lisa, o la más cómplice de mi Lucrezia, sino que pasa a ser un código como el del abanico, o el de las manos. La sonrisa se esboza, se abre, inunda. Todo es un proceso circular que te indica, agradecimiento, comprensión, solidaridad, picardía, invitación, perplejidad, incredulidad, alegría, deseo. Pero como todo movimiento circular, cambia de dirección a los 180 grados y en esa marcha atrás puede transmitirte, dolor, hastío, desprecio, odio. Las sonrisas de la mujer. Tal vez por eso, porque es algo tan dinámico, tan inaprehensible más allá del momento, no pueda encontrar mi Sonrisa de Milo, mi Sonrisa de Samotracia, mi Marianne de las sonrisas republicanas, que me vuelva a hacer recuperar la ilusión perdida. Estoy al borde del divorcio de mi novela: o la dejo, o me acostumbro a convivir con ella, aunque la pasión haya desaparecido, la sonrisa sea las más de las veces estereotipada y sólo nos una el interés o la rutina. La verdad es que tampoco es un fenómeno tan nuevo para mí. Creo que lo superaré.