
Mi amor por Florencia viene de lejos. Viví en
Italia, viajé varias veces a Italia, pero nunca fui a Florencia, por eso mi
amor era más parecido al de Petrarca por
Laura y Dante por Beatrice, casi inventado, una necesidad estética. Tanto, que
una de mis novelas inacabadas se desarrolla allí; la recorrí mil veces calle a
calle, monumento a monumento, en mi imaginación, en libros y en internet. Por
eso esta vez dedicamos uno de los tres días del viaje italiano a conocernos,
por fin. Cuando el taxi que habíamos tomado en la estación nos dejó a dos
cuadras del Ponte Vecchio, sentí una justificada sensación de dèja vu que ya no me abandonaría en todo
el día. A partir de ese momento me convertí en el guía local de Carlota que a
duras penas creía que era mi primera visita a Florencia. Caminé con un respeto
casi religioso por el Ponte Vecchio en ambas direcciones. El puente romano de
madera, reconstruido en piedra a mediados del XIV, une el lungoarno con el oltrearno,
las dos orillas del Arno, o la Florencia del Palazzo Vecchio con la del Palazzo
Pitti. Las joyerías del puente no me llamaron la atención, el puente era el
protagonista, no las joyerías. Como curiosidad anacrónica, en un saliente en
mitad del corredor de Vassari, casi frente al busto de Benvenuto Cellini, se desarrollaba una competencia de golf,
lanzando pelotas en potentes drives a
tres islotes con su correspondiente green, anclados en el río para este
menester. Fui derecho y con paso largo a la Galería degli Uffizi. Paladeé
despacio, muy despacio, las salas del trecento sienés y florentino. Más Giotto
de los que había visto en láminas en toda mi vida; el impresionante Árbol de la
Vida de Pacino de Buonaguida, los Daddi, los dos; las modernas santa Inés y
santa Domitila de Andrea Bonaiuti; los
maravillosos relatos en secuencia de Ambrogio Lorenzetti; la apoteosis del
final del gótico de Lorenzo Monaco, con una Escena de la vida de San Onofre
casi daliniano. Pero al entrar en las salas del Cuattrocento y
verme rodeado de tal cantidad de Botticelli sentí un nudo en la garganta. Los
Massaccio, los Fra Angelico, los Filippo Lippi, los increibles retratos de
Andrea de Castagno, los Verrocchio, los Leonardo, ese Filippino Lippi y Pietro Perugi, el
Descendimiento de la Cruz, que parece un moderno poster cinematográfico; la
precursora Venus de Lorenzo di Credi, anunciando lo que sería la pintura
quinientos años después, pero sobre todo, Boticcelli, el Nacimiento de Venus,
Pallas y el centauro y la sorprendente Primavera, el resumen del Renacimiento. Pero mi meta principal era otra y estaba ya
cerca: il Bronzino. Me sobresalté al ver que no estaba en la sala donde debía
estar y me tranquilizó un empleado del museo diciéndome que esas salas estaban
en obras y los cuadros habían sido trasladados a otra. Aceleré el paso obviando
algunas salas que en otras circunstancias habrían merecido otro trato por mi
parte. Por fin la tuve frente a mí, por primera vez en mi vida, después de
haberla deseado durante años, Lucrezia Panciatichi, el retrato sublime de
Agnolo Bronzino, mi novela, mi sueño. La admiré durante interminables minutos,
me fotografié con ella y le prometí volver. Uno siempre ha amado, entre tantas mujeres, a muchas que no ha podido tener y a otras tantas que siempre supo que no tendría nunca y a otras que el no tenerlas era la garantía de seguir amándolas. Lucrezia es la más inaccesible, la más deseada. En el bar de la terraza de los
Uffizzi, bajo la torre de Arnolfo del Palazzo
Vecchio, reviví el arranque de mi
novela, tomándome un campari, en una soleada y fría mañana toscana, junto a
Carlota-Lucrezia. Nos sentamos, cansados y estupefactos, en el suelo de la
plaza de la Signoria, frente a la Loggia dei Lanzi, contemplando ese museo al
aire libre: los Miguel Ángel, los Donatello, al alcance de tu mano, tocándolos,
acariciándolos. La vía central de la Florencia medieval, la ciudad de los
gremios, era la de los zapateros. Hoy, la via dei Calzaiuoli, como entonces, está llena de zapaterías, no ya
artesanales, sino comerciales, pero con toda la oferta de los atractivos
zapatos italianos y, como dice, Woody Allen, lo que hay que hacer ante una buena
tentación es caer en ella. Una visita al
sorprendente Duomo, la catedral de Santa Maria del Fiore, con la maravillosa
cúpula de Brunelleschi. Un odioso funcionario y 8 euros me hicieron desistir
del ascenso a escalera limpia a la cúpula. Hoy me arrepiento. Frente al Duomo,
el Baptisterio, ese octógono que dicen ser el templo más antiguo de la ciudad,
todo en mármol de Carrara y con la participación de Giotto. La leyenda asegura
que la primitiva iglesia fue un regalo que la reina de los lombardos,
Theolinda, le hizo a su marido Authari,
en el año seiscientos y poco, por haberse convertido al cristianismo.
Hoy le habría regalado un IPad por haberla dejado en paz unas vacaciones. Más
pequeño, pero más útil. No podía dejar Florencia, y seguir la trana novelesca,
sin acudir a un conocido restaurante para comer la famosísima “bistecca fiorentina”. Decepcionante. Una
chuleta de buey gallego o un bife de chorizo argentino, harían renunciar a la bistecca a todos sus títulos. Menos mal
que la abundante y buena grappa que acompañó al café me compensó de la
existencial, ¿o cultural?, desilusión. De
vuelta a la estación, nos tropezamos con una numerosísima manifestación de
inmigrantes negros, partidos de izquierda y oenegés, protestando por el
asesinato de un senegalés. Indignado ante tal muestra de criminal racismo, me
uní durante cinco minutos a la marcha. Mi cuota de solidaridad e izquierdismo, tanto
tiempo marginada, tuvo su momento de protagonismo. Y me ayudó a digerir.
Firenze, amantes para siempre. volveré a ti.