sábado, 28 de enero de 2012

FLORENCIA


                                 

Mi amor por Florencia viene de lejos. Viví en Italia, viajé varias veces a Italia, pero nunca fui a Florencia, por eso mi amor era  más parecido al de Petrarca por Laura y Dante por Beatrice, casi inventado, una necesidad estética. Tanto, que una de mis novelas inacabadas se desarrolla allí; la recorrí mil veces calle a calle, monumento a monumento, en mi imaginación, en libros y en internet. Por eso esta vez dedicamos uno de los tres días del viaje italiano a conocernos, por fin. Cuando el taxi que habíamos tomado en la estación nos dejó a dos cuadras del Ponte Vecchio, sentí una justificada sensación de dèja vu que ya no me abandonaría en todo el día. A partir de ese momento me convertí en el guía local de Carlota que a duras penas creía que era mi primera visita a Florencia. Caminé con un respeto casi religioso por el Ponte Vecchio en ambas direcciones. El puente romano de madera, reconstruido en piedra a mediados del XIV, une el lungoarno con el oltrearno, las dos orillas del Arno, o la Florencia del Palazzo Vecchio con la del Palazzo Pitti. Las joyerías del puente no me llamaron la atención, el puente era el protagonista, no las joyerías. Como curiosidad anacrónica, en un saliente en mitad del corredor de Vassari, casi frente al busto de Benvenuto Cellini,  se desarrollaba una competencia de golf, lanzando pelotas en potentes drives a tres islotes con su correspondiente green, anclados en el río para este menester. Fui derecho y con paso largo a la Galería degli Uffizi. Paladeé despacio, muy despacio, las salas del trecento sienés y florentino. Más Giotto de los que había visto en láminas en toda mi vida; el impresionante Árbol de la Vida de Pacino de Buonaguida, los Daddi, los dos; las modernas santa Inés y santa Domitila de  Andrea Bonaiuti; los maravillosos relatos en secuencia de Ambrogio Lorenzetti; la apoteosis del final del gótico de Lorenzo Monaco, con una Escena de la vida de San Onofre casi daliniano.  Pero  al entrar en las salas del Cuattrocento y verme rodeado de tal cantidad de Botticelli sentí un nudo en la garganta. Los Massaccio, los Fra Angelico, los Filippo Lippi, los increibles retratos de Andrea de Castagno, los Verrocchio, los Leonardo,  ese Filippino Lippi y Pietro Perugi, el Descendimiento de la Cruz, que parece un moderno poster cinematográfico; la precursora Venus de Lorenzo di Credi, anunciando lo que sería la pintura quinientos años después, pero sobre todo, Boticcelli, el Nacimiento de Venus, Pallas y el centauro y la sorprendente Primavera, el resumen del Renacimiento.  Pero mi meta principal era otra y estaba ya cerca: il Bronzino. Me sobresalté al ver que no estaba en la sala donde debía estar y me tranquilizó un empleado del museo diciéndome que esas salas estaban en obras y los cuadros habían sido trasladados a otra. Aceleré el paso obviando algunas salas que en otras circunstancias habrían merecido otro trato por mi parte. Por fin la tuve frente a mí, por primera vez en mi vida, después de haberla deseado durante años, Lucrezia Panciatichi, el retrato sublime de Agnolo Bronzino, mi novela, mi sueño. La admiré durante interminables minutos, me fotografié con ella y le prometí volver. Uno siempre ha amado, entre tantas mujeres, a muchas que no ha podido tener y a otras tantas que siempre supo que no tendría nunca y a otras que el no tenerlas era la garantía de seguir amándolas. Lucrezia es la más inaccesible, la más deseada. En el bar de la terraza de los Uffizzi, bajo la torre de Arnolfo del Palazzo Vecchio,  reviví el arranque de mi novela, tomándome un campari, en una soleada y fría mañana toscana, junto a Carlota-Lucrezia. Nos sentamos, cansados y estupefactos, en el suelo de la plaza de la Signoria, frente a la Loggia dei Lanzi, contemplando ese museo al aire libre: los Miguel Ángel, los Donatello, al alcance de tu mano, tocándolos, acariciándolos. La vía central de la Florencia medieval, la ciudad de los gremios, era la de los zapateros. Hoy, la via dei Calzaiuoli,  como entonces, está llena de zapaterías, no ya artesanales, sino comerciales, pero con toda la oferta de los atractivos zapatos italianos y, como dice, Woody Allen, lo que hay que hacer ante una buena tentación es caer en ella.  Una visita al sorprendente Duomo, la catedral de Santa Maria del Fiore, con la maravillosa cúpula de Brunelleschi. Un odioso funcionario y 8 euros me hicieron desistir del ascenso a escalera limpia a la cúpula. Hoy me arrepiento. Frente al Duomo, el Baptisterio, ese octógono que dicen ser el templo más antiguo de la ciudad, todo en mármol de Carrara y con la participación de Giotto. La leyenda asegura que la primitiva iglesia fue un regalo que la reina de los lombardos, Theolinda, le hizo a su marido Authari,  en el año seiscientos y poco, por haberse convertido al cristianismo. Hoy le habría regalado un IPad por haberla dejado en paz unas vacaciones. Más pequeño, pero más útil. No podía dejar Florencia, y seguir la trana novelesca, sin acudir a un conocido restaurante para comer la famosísima “bistecca fiorentina”. Decepcionante. Una chuleta de buey gallego o un bife de chorizo argentino, harían renunciar a la bistecca a todos sus títulos. Menos mal que la abundante y buena grappa que acompañó al café me compensó de la existencial, ¿o cultural?,  desilusión. De vuelta a la estación, nos tropezamos con una numerosísima manifestación de inmigrantes negros, partidos de izquierda y oenegés, protestando por el asesinato de un senegalés. Indignado ante tal muestra de criminal racismo, me uní durante cinco minutos a la marcha. Mi cuota de solidaridad e izquierdismo, tanto tiempo marginada, tuvo su momento de protagonismo. Y me ayudó a digerir.
Firenze, amantes para siempre. volveré a ti.