lunes, 1 de diciembre de 2008

PINGÜINOS

Cuando en mi primera juventud leí a André Gide me enteré
de que la homosexualidad es un fenómeno común
a innumerables especies animales, incluido el hombre;
más tarde supe que incluso existe una frecuencia estadística
y recientemente seguí las primeras investigaciones científicas sobre su determinismo genético. Quiero decir con esto que desde muy temprano fui consciente de ser homo sapiens,
de no ser homosexual y de no ser tampoco homofóbico.
Por delicadeza y buen gusto nunca he secundado esa curiosa tendencia en casi todas las culturas y lenguas de calificar opciones o conductas sexuales con nombres de la flora y la fauna: pato, pargo, mariposa, de igual manera que siendo ateo no incluyo la blasfemia en mi vocabulario, aunque sí he de reconocer que he usado y abusado del término “maricón”, por su redonda contundencia que no por su carga despectiva. Tampoco me gustan los calificativos heterosexuales de “padrote”, “garañón”, “gallo”, etc, que no uso más que muy esporádicamente, como herramienta descriptiva con fines literarios. Tampoco hay que desechar estos usos, pues el eufemismo es una figura de estilo que cuando no es hipocresía enriquece y los insondables procesos de analogía de nuestro cerebro nos hacen ver a un homosexual como a un pato, o como un pargo. Tal vez por el aleteo, o por las escamas, vaya usted a saber. Pero el lenguaje se va haciendo cada vez menos eufemístico y parece que ahora lo políticamente correcto es el frío “homosexual”, o el “gay” que más parece una marca de calentadores de gas, pero que tiene la ventaja de ser más corto y no sonar a enfermedad, pues, otra vez la analogía, lo de “homosexual” ineluctablemente nos recuerda a “hemofílico”. Claro que, en la acera de enfrente, lo de “heterosexual” tampoco resiste el empuje analógico y al menos culto le puede sonar a enterrador y al helenista a prostitución.
Viene esto a cuento de la noticia que ha saltado, o al menos que me ha saltado a mí, de dos pingüinos homosexuales que han sido aislados de sus congéneres en un zoológico de China, concretamente en Harbin, por robar un huevo a una pingüina. Al parecer, y me estoy enterando hoy, entre ciertos pingüinos las relaciones homosexuales son tan normales como entre los hombres de algunas islas de los Mares del Sur, crean lazos estables y duraderos y no tienen el problema de salir del armario, entre otras cosas porque no tienen. En el imaginario popular occidental el pingüino se ha identificado con los elegantes dandis vestidos de frac, o con monjitas objeto de deseo bestial, pero no, que yo sepa, con la homosexualidad. Claro que este simpático animalito, ave-pez, tal vez evoque las famosas analogías en los inuit y en su idioma llamen “pingüino” a los homosexuales. En cualquier caso, la noticia no es la homosexualidad de los pingüinos, sino su latrocinio. En la prensa diaria de cualquier país, ya no es casi noticia el hecho de que una mujer, o una pareja, roben un bebé de una incubadora, o un niño perdido en un centro comercial. La esterilidad es un fenómeno que crece exponencialmente y el instinto paterno-materno decrece pero no tanto. En la sociedad humana, cautiva de sus propias normas, a los ladrones de niños los aíslan en cárceles y a los pingüinos en cautiverio, por analogía, al menos en Harbin, los aíslan en jaulas. No sabemos las normas que rigen entre los pingüinos en libertad, aunque después de haber visto el magnífico documental francés sobre los pingüinos emperadores, suponemos que lo aceptarán con el mismo estoicismo que aceptan sus muchas calamidades y la pareja heterosexual a la que los pingüinos gay le birlan el huevo, aletearán indignados una leve protesta con sabor a tango congelado.
A partir de hoy, si algún día veo una pareja gay en el supermercado que tras mirarse tiernamente roban un huevo y se lo meten en el bolsillo, ya no pensaré que son unos muertos de hambre antisociales, sino que están adoptando. Pura analogía.

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