sábado, 31 de enero de 2009

CRÓNICA CARAQUEÑA


SECUESTRO EXPRÉS
Anoche, a la 1:00,  secuestraron a mi vecina y a su novio en el estacionamiento de nuestro edificio. Nos enteramos esta mañana porque llamó su madre que vive en Estados Unidos, para contarnos alarmada lo sucedido. Claro, lleva algunos años fuera y esta vez le ha tocado a su hija. Desde fuera todo se ve amplificado, desmesurado, desfigurado. Nos dice que diez hombres armados esperaban su llegada y se los llevaron. Algunos vecinos oyeron sus gritos, nosotros no, pero, acostumbrados a sus frecuentes y ruidosas discusiones, como Pedro y el lobo, no hicieron caso, o no quisieron darse por enterados. Una hora después llegaba Mónica, la hija de mi mujer, cuando ya se había despejado el escenario. Cuando te toca te toca y cuando no, no. Se fueron con la camioneta todo terreno del novio y a la vecina la dejaron abandonada de madrugada, con el encargo de recaudar para el día siguiente trescientos millones bolívares, so pena de encontrar algún día el cadáver de su novio. Lo comenté hoy de pasada con una amiga que es funcionaria de nuestra policía municipal y, aunque le pareció exagerado el número de asaltantes, opinó que el secuestrado debía ser un pez gordo y que un secuestro de esa envergadura y características sólo puede ser obra de la policía judicial, el CICPC. Cambiamos la cerradura de la verja común, como medida preventiva.
Han pasado 36 horas y hoy a mediodía han pasado por mi casa la vecina y su ya liberado novio, a recoger la llave de la nueva cerradura y a darnos las gracias por nuestro interés. Ella, como es asustadiza, no piensa volver por ahora a su casa.
Nos cuenta los hechos que, producto de los nervios de la angustiada madre que vive en el extranjero y se hace un mundo por cualquier cosa, eran muy diferentes a los barajados. 
Al parecer, cuando terminaron de estacionar la camioneta oyeron unos pasos que se imaginaron pertenecían al vigilante, pero, ante su sorpresa, eran cuatro enmascarados fuertemente armados (modernas 9 mm), que, según supieron luego, habían saltado por encima del portón eléctrico al ver entrar la camioneta. Se resistieron, gritaron, pero fueron forzados  a abordar nuevamente la camioneta, esta vez conducida por uno de los enmascarados, y salir a dar vueltas por la ciudad hasta que abandonaron a la vecina con sus correspondientes instrucciones. La asustada vecina, a la que le habían dejado su teléfono celular, profesionales al fin y al cabo, para comunicarse permanentemente, inició de madrugada su particular via crucis entre amigos y familiares para recaudar el rescate. 
Mientras, el novio es conducido a un ranchito en lo alto del infierno, en Petare. Aquí, a diferencia del símil del Dante y del imaginario popular, el infierno está arriba y el paraíso abajo.  
Un inhabitado, maloliente e incómodo ranchito, una “concha” en términos policiales y de malandros, que monta tanto, tanto monta. Una de las características de la evolución, y en ello el ser  humano es maestro, es la adaptación al medio y cuanto más rápida mejor. 
Aquí todos sabemos como comportarnos en un secuestro, en un asalto, en una invasión, en un terremoto, en unas elecciones, aunque no siempre lo apliquemos o nos dé resultado. 
Por ello, el novio de mi vecina siguió los consejos que ya forman parte de la cultura venezolana: tranquilizar los ánimos, dar confianza a los secuestradores  y negociar el rescate. Ese nivel 
de familiaridad imprescindible para calmar al agresor y darle confianza, le resulta muy fácil al venezolano por su natural bonhomía campechana. Más complicado es convencerles de que la cifra exigida es exagerada. Aunque, como en el zoco árabe, ambas partes saben que el ritual impone regatear. Además, la clave del éxito del secuestro exprés es que se resuelva rápidamente. Este proceso llevó unas horas, hasta que llegaron al precio de treinta y cinco millones, y le comunicaron la cifra a mi vecina para que acelerase el procedimiento. Llegados a este punto, y ya a cara descubierta, los once miembros de la banda charlaban distendidamente con el secuestrado y entre sí. Todos se ajustaban al prototipo del joven malandro de barrio, excepto el jefe, un hombre mayor, con todas las características, por la terminología empleada, conocimientos, lenguaje corporal, etc. de ser policía, o expolicía. Sabedores de que el fin estaba cerca y de que la recompensa era un hecho, se creó un ambiente de confianza cercano al síndrome de Estocolmo, pero por ambas partes. Así le explicaron que en Petare funcionaban cinco bandas como la de ellos y que se respetaban entre sí, no trabajando unos en las áreas de la ciudad que les correspondía a los otros. Cada banda, a su vez, se dividía en grupos que trabajaban zonas fijas de las urbanizaciones de la clase media. Las urbanizaciones de la clase media son su objetivo preferido y el más fácil, pues las casas de los ricos están muy protegidas, con sofisticados sistemas de alarmas y hasta con vigilancia armada. Estaban muy satisfechos del éxito obtenido en mi edificio, tanto que dijeron que volverían a repetirlo próximamente, aunque le aseguraron que a él ya no le harían nada más. 
Se vieron incluso en la obligación de justificar su trabajo, aduciendo para ello argumentos que pertenecen ya para siempre a la ideología oficial. Su cosmogonía económico-social es así de simple: “la riqueza del país es grande y una, pero la detentan los ricos porque se la han quitado a los pobres, y ha llegado el momento de que los pobres la recuperen por todos los procedimientos posibles." Es decir, Robin Hood resentido. 
Preferían, a ser posible, no mancharse de sangre, detalle éste a agradecer, porque si les atrapaban podían caerles hasta 30 años, o ser eliminados. Mientras que por lo que hacían, aunque les atrapasen no les pasaría nada, más allá de 3 ó 4 días presos, pues tenían bien untados a los fiscales (sic). 
El rescate se dejó en una papelera en una bolsa de supermercado, y cinco horas más tarde el secuestrado era liberado y abandonado en una autopista de acceso a Caracas, sin camioneta, endeudado y con un mal trago a digerir. 
Cuando lo sacaron del ranchito para llevarlo hasta su destino, pasaron delante de taxistas, kiosqueros, vendedores, que miraban sin ver, como a algo conocido pero invisible. 
Le pidieron que esperase unas horas antes de presentar la denuncia del robo de la camioneta, para que se la pague el seguro dentro de unos meses. Por su parte el novio de mi vecina, 
sacó de su cartera la estampa de un “santico” y se la dio para que los protegiera, pues su trabajo era de mucho riesgo.
Han pasado ya casi 72 horas y no parece que la Junta del Condominio vaya a reunirse, al fin y al cabo no hay motivo para alarmarse. 

3 comentarios:

xosé castro dijo...

Escalofriante, pero precioso artículo, Luis. Tienes el don de narrar contando, de contar narrando esa triste realidad de Venezuela. Dan ganas de creer que los países también tienen su paraíso al que van a disfrutar después de morir, porque vivir con esta penitencia tendrá que valer para algo... no sé.

Anónimo dijo...

Qué horrible, me imagino que estos malandros escogen a sus víctimas por los coches, qué triste que si tienes y quieres, NO PUEDAS! Sin duda que Venezuela no es un país que prometa LIBERTADES en muchos años... Qué cagada, me entristece horriblemente cómo la gente huye de Venezuela o peor aún, se acostumbran a vivir bajo límites que te los impone el resentimiento de quienes están protegidos y totalmente justificados por el Presidente Chávez (quien dice que si el no tuviera dinero, entonces también robara). Cada día que pasa agradezco el haber podido irme de allá, ha sido dificil, sobretodo los primeros dos años, pero creo que fue lo mejor! Lo haría de nuevo si hiciera falta, todo por conseguir Calidad de VIDA... Cosa que allá, lamentablemente, no tuve.

Siento miedo por los que aún están allá (mi familia y amigos, que cada vez se van yendo de Vzla.) Espero que todos puedan vivir como merecen y no como a veces nos condicionan a vivir.

Un beso y cuídense mucho por favor. Los quiero...

luiser dijo...

Sórdido...