miércoles, 18 de enero de 2012

ROMA

Los romanos sí que saben
                                  

No se asusten, no pretendo en esta nueva andadura reconvertir este blog en un blog de viajes. Si bien es un género que desde Pausanias en la antigua Grecia ha tenido siempre una gran aceptación, la crónica de viajes nunca me ha llamado, pues nunca he sido un viajero de oficio, sino un viajero instrumental.  Pero como acabo de estar de vacaciones viajeras, las primeras en dos años, y es lo que tengo más a mano y me apetece más comentar, voy a ampliar los 140 caracteres con los que ya referí mis andanzas en su momento.

Hacía muchos años que no estaba en Roma y la he encontrado como siempre, como una bella amante hierática pero complaciente. Pero esta vez con un sarpullido molesto: miles de turistas codeándose con miles de romanos en apuradas carreras prenavideñas. Hasta el ministro venezolano responsable máximo de la riqueza de su país, el petróleo, el Sr. Ramírez, seguro de pasar inadvertido, se confundía con su familia entre los turistas que disfrutaban de un benigno invierno romano.  En dos días, aprecié pocos cambios en la ciudad. La estación Termini, cerca de donde me alojé, lugar estratégico de Roma para una estancia de estas características, está renovada y con un gran lujo en comercios y facilidades de transporte. A la entrada a la derecha hay una cafetería, V y TA,  con desayunos impecables. No conocía el Metro, aunque con sólo dos líneas y cerrando a las 9 de la noche, hace que el caminar y el autobús, mal señalizado, sigan siendo imprescindibles.  Compré un Roma Pass para abaratar mis viajes en Metro, pero, jugarretas de Murphy, se declaró una huelga de transporte que me obligó a moverme en el autobús del City Tour y en taxi. Aparte de eso, los eternos trabajos de recuperación de la memoria arquitectónica imperial en el Foro Romano, el Foro Trajano y el nuevo y gigantesco circo. Ojalá la crisis no paralice estos trabajos. En dos días repetí pasos ya dados y di otros nuevos. Pateé el Palatino y el Foro Romano, subí por primera vez los 146 escalones y el ascensor del Monumento de Vittorio Emanuele, il pasticcio, o the wedding pie, para ver Roma desde las alturas; admiré de nuevo el Palazzo Venezia y recreé en mi imaginación la escena del payaso de Mussolini en el balcón, estrenando uniforme confeccionado para la ocasión, anunciando la conquista de la “poderosa” Etiopía, tres días antes, diciendo: “Da oggi l’ Italia a il suo Impero”. Recordé mi primera luna de miel a pocos pasos de allí. Recorrí un par de veces la Via del Corso y la Via Condotti, tomando el obligado café en el Café Greco, viendo sus tiendas de lujo y sintiéndome decepcionado por Gucci después de tantos años. Me senté en la escalinata de la Piazza di Spagna, frente a la Embajada de España ante el Vaticano y su histórico y jocoso cañón; me fotografié en la Fontana di Trevi, repleta de turistas y de improvisados y tramposos fotógrafos de Sri Lanka. ¿Qué coño pintan en Roma tantos cingaleses, paquistaníes y otras hierbas haciendo malabares? Me tomé un vino en una terraza de la Piazza Navona irreconocible y casi intransitable por los puestos navideños. Intenté revivir, sin éxito, los recuerdos de la alegría de la antigua movida en Campo de Fiori. Transité una muerta Via Venetto, decididamente una calle primaveral o veraniega. Noblesse oblige, no tuve más remedio que acompañar en la visita a San Pedro, que siempre me ha parecido una obscena demostración del poder de la Iglesia que me produce desasosiego y arcadas, no precisamente góticas. Un recinto de un barroco cursi, sobrecargado y relamido, repleto de curitas, monjitas y otras hierbas, y japoneses, deleitándose delante de los pomposos sarcófagos de delincuentes históricos como Alejandro VI, el papa Borgia asesino e incestuoso. Visité una vez más el museo vaticano, en el que ahora hay kioscos de souvenirs cada 50 metros, sólo por el placer de descansar escudriñando los detalles de la Capilla Sixtina.  Me emocioné delante de la imponencia del castillo de Sant’Angelo, cruzando el Tiber por su puente  viejo y callejeando por el Trastevere para comer en una taberna una buena pasta regada con Barolo y rematada con una grappa abundante y divina, lo único divino que circunda el Vaticano.

Me encantó reencontrarme con una Roma a la que hay que seguir mirando hacia arriba para embelesarse con su grandeza monumental, porque si miras frente a ti, sólo ves japoneses, rusos e italianos circunspectos que saben o intuyen lo que se les viene encima. Mujeres bellas y elegantes emparejadas con hombres con pantalones de pescador y pelo de Tintín. Claro, Roma no es Milán.  ¿Se puede mirar hacia abajo? Sí, en la mesa, y deleitarse. 

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