Me encanta Madrid, la ciudad
donde me crié y donde he vivido la mayor parte de mi vida. Pero Madrid es una
ciudad contradictoria, mesetaria y
cosmopolita, como su gente, acogedora y chulesca. Es difícil encontrar
madrileños de tres generaciones, tal vez por eso sea un crisol de los defectos
y las virtudes nacionales, y hoy ya internacionales. Los madrileños
desengancharon los caballos para tirar de la carroza de Fernando VII a su
entrada en la capital, al grito ominoso de “¡Viva las cadenas!” y algo más de
un siglo después dieron un ejemplo al mundo con la heroica defensa de Madrid,
al grito de “¡No pasarán”! Esa chulería del madrileño de los sainetes de
Arniches llegó al paroxismo con el matonismo fascista de los señoritos
falangistas. Hoy ese talante navajero sólo se puede palpar, casi como una
reliquia, en la presidenta de la Comunidad de Madrid y en el estadio Santiago
Bernabéu. A los madrileños se les conoce desde el siglo XIX con el patronímico
de “gatos”, por su afición a la vida nocturna y hacen gala de ello, ofreciendo
una noche sin parangón, no ya en Europa, sino en el mundo, con una oferta de
diversión y gastronomía impresionante. Para quienes vivimos en una ciudad
cercada por la violencia y el miedo, Caracas, no Bagdad, pasear por Madrid en
la madrugada desafiando el frío, no el secuestro, es una experiencia
vivificadora. Quitando La Castellana y una parte de la calle de Alcalá, Madrid
no tiene las anchuras de París, pero para muchos tiene las hechuras de Buenos
Aires. Eso la hace más “paseable”. Los kilómetros que caminé en Madrid tuvieron
un efecto compensatorio frente a los excesos gastronómicos navideños, dejando
el engorde en cifras manejables. En este terreno, el gastronómico, tuve algunas
frustraciones y unas agradables sorpresas.
Mi ya amigo, el chef venezolano Daniele Scelza, ha montado un restaurante, hace
unos meses, cuyo concepto y ubicación de por sí constituyen un valiente reto.
En los bajos de un edificio, creo que del siglo XVIII, si no del XVII, en la
calle Amnistía, entre el Palacio de la Ópera y el palacio de Oriente, nada
menos, el restaurante Lieu, con elegante
decoración minimalista y capacidad para unas 50 personas, a ojo, y una barra
coqueta, que ofrece una cocina de autor, corta y con productos de mercado,
amorosamente cuidada en el detalle por Daniele, su creador, que sale del fogón,
en este caso de la actualísima cocina, a la vista, como marcan los cánones de
la moderna restauración, para atender a los comensales junto a su simpática
esposa Marielena, y un equipo de eficientes, educados y atentos camareros. De
las dos veces que estuve, recorriendo los aconsejados menúes largos y
estrechos, recuerdo especialmente el falso ravioli transparente de tomate, la
crema de calabaza con compota de manzana y crujiente de morcilla; el bacalao al
horno con costra de pan, espinacas a la catalana y alioli; el magret de pato
con salsa de naranja y puré de brócoli y unos extraordinarios postres, como el
chocolate con aceite de oliva, tejas y granita de vino tinto, o el tocino de
cielo helado con sopa de maracuyá y espuma de moscatel. Todo delicioso. A no
olvidar la más que honesta cava con un centenar de etiquetas. Daniele, hasta
pronto. Pude comprobar que el consomé,
las croquetas y el jerez de Lhardy siguen siendo únicos. Me descubrieron una
simpática, popular y concurridísima
taberna gallega, la Maceiras, en la
calle Huertas, donde comí unas alubias, feixóns
o xudías en gallego, con almejas, absolutamente imperiales. Hicimos
una gran mesa redonda alrededor de dos arroces en paella, uno de marisco y otro
negro, en Los arroces de Segis.
Excelentes, recomendables. Lo malo es que a mí los sitios tan grandes y con
tanto personal me producen un poco de agarofobia. La Peque nos hizo un riquísimo
pan de jamón y un sabrosísimo pan de salmón, ambos de hojaldre. Le he copiado
la receta de este último, pero no me sale tan bien como a ella; debe ser la
calidad del hojaldre. Mi prima Conchita nos hizo un rabo de toro, no ya difícil
de olvidar, sino un recuerdo gustativo que todavía evoco. Y tengo que hacer una
mención especial, con honores de fanfarria, al pulpo y el cordero de Maribel en
Nochebuena y a los vinos de Carlos Javier.
Las decepciones fueron especialmente el no haber comido un cocido, me
recomendaron uno en El Escorial, creo que El Charolés, pero como todos los
sitios de moda en Madrid hay que hacer reservaciones, de todas maneras, este
fallo es imperdonable. Tampoco pude encontrar percebes decentes. El consumismo
navideño arrasó con ellos, a pesar de que llegaron a los 400 euros el kilo. La
mala programación del tiempo nos impidió también hacer dos visitas obligadas a
los mercados de San Antón y el de San Miguel, sobre todo a este último, para
comer ostras de Arcachon o de Arcade, que tanto monta, monta tanto, con champán
francés, o con cava catalán. Y, por último, como los turistas mayameros de los
años setenta, los de “ta barato, dame dos”, compramos y compramos
compulsivamente, con y sin rebajas, ropa, tabletas, celulares, cosas de casa,
libros y más libros y maletas para traer todo. Venezuela es un país peligroso,
surrealista, sin libertades, desabastecido y carísimo. Los precios nos parecían
un regalo al cambio del euro subvencionado, y sencillamente más baratos a euro
libre. Siempre nos quedará Madrid.
1 comentario:
Ha sido un placer tenerlos por aquí y tener que "sacrificarnos" comiendo tan divinamente.
Sea aquí o allá, te debo un pan de salmón ;)
Besos!
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